Ya hace un año que salí del armario y empecé el tratamiento. Más o menos por estas fechas. Se puede decir que estoy de fábula. Como cosas que hace un año sería impensable que hubiera podido comer y mantener en mi cuerpo sin tener que sacarlas. Voy a comidas fuera y elijo los menús con sensatez, sin elegir la parte más grasienta de la carta y comer postre para luego escabullirme al baño sin remorderme la conciencia.
Porque la conciencia no es siempre una amiga. Tengo mala conciencia si como demasiado, y entonces tengo que vomitar. Pero también tengo mala conciencia si entre el atracón me he metido algún alimento saludable y lleno de vitaminas: por vomitarlo. Por eso, si salía a comer y veía que el desenlace iba a ser el previsto después de un banquete, lo que hacía era evitar desde el principio cualquier comida "buena". Nada de verdura o pescado. Ni probarlo, qué desperdicio.
Así que mis menús solían ser o sólo comida ligera que me diera pena echar (verdura, fruta, pescado, nada de salsas ni pan) o sólo cosas contundentes que me encantan y que no podía quedarme (carne, fritos, salsas, pasta, queso, chorizo...).
Cuando empezaba el atracón con conocimiento de causa solía ser feliz un rato mientras me ponía morada, me daba el ataque de mal rollo cuando me había llenado y me quedaba tranquila después de vomitar.
Cuando se trataba de comer comida "para quedármela", pasaba más apuros. Porque la línea que mi razón había trazado entre la buena comida y el atracón, el 'hasta aquí', llegaba bastante antes que mi disposición a dejar de comer. Y entre el 'un poquito más' y el 'a la mierda, ya me he pasado, ooooh vamos a pegarle al chorizo entonces', había un espacio muy pequeño y que además mi cerebro atravesaba como embotado y sin pensar.
A la mierda. Cuantas veces me he dicho esto sin palabras. Como soltar la cuerda con la que estás sujetando algo muy pesado y dejarlo caer. Y enseguida la liberación, el ratito feliz con las cosas más grasientas que tuviera a mano y luego el mal rollo, vomitar y quedarme tranquila... Aunque con una sombra en la cabeza, porque esta vez había empezado bien y no quería pegarme un atracón y he tirado un montón de comida buena por el retrete. Por esa sombra, a veces empezaba otra vez.
Ya hace un año que estoy en tratamiento y hoy he sentido la llamada del 'a la mierda'. El menú era una comida muy buena, con sopa de pescado y un trozo bueno de morcilla con pimientos. Pero me he comido media barra de pan en el proceso. Al volver a la oficina tenía deseos de comerme una pastelería entera y echar de paso la maldita barra de pan que me estaba agobiando en el estómago.
Bueno, está claro que mi vida ha cambiado. Hace un año no hubiera habido dudas sobre el desenlace de la comida de hoy. En realidad no hubiera salido con ella ni de casa. Sin embargo, hoy la mala conciencia de mi media barra de pan me ha durado un rato, he merendado una manzana y ahora simplemente intentaré quemar unas calorías haciendo algo de deporte antes de cenar. Mis ratitos felices con la comida, que los tengo, ya no me matan.
Porque la conciencia no es siempre una amiga. Tengo mala conciencia si como demasiado, y entonces tengo que vomitar. Pero también tengo mala conciencia si entre el atracón me he metido algún alimento saludable y lleno de vitaminas: por vomitarlo. Por eso, si salía a comer y veía que el desenlace iba a ser el previsto después de un banquete, lo que hacía era evitar desde el principio cualquier comida "buena". Nada de verdura o pescado. Ni probarlo, qué desperdicio.
Así que mis menús solían ser o sólo comida ligera que me diera pena echar (verdura, fruta, pescado, nada de salsas ni pan) o sólo cosas contundentes que me encantan y que no podía quedarme (carne, fritos, salsas, pasta, queso, chorizo...).
Cuando empezaba el atracón con conocimiento de causa solía ser feliz un rato mientras me ponía morada, me daba el ataque de mal rollo cuando me había llenado y me quedaba tranquila después de vomitar.
Cuando se trataba de comer comida "para quedármela", pasaba más apuros. Porque la línea que mi razón había trazado entre la buena comida y el atracón, el 'hasta aquí', llegaba bastante antes que mi disposición a dejar de comer. Y entre el 'un poquito más' y el 'a la mierda, ya me he pasado, ooooh vamos a pegarle al chorizo entonces', había un espacio muy pequeño y que además mi cerebro atravesaba como embotado y sin pensar.
A la mierda. Cuantas veces me he dicho esto sin palabras. Como soltar la cuerda con la que estás sujetando algo muy pesado y dejarlo caer. Y enseguida la liberación, el ratito feliz con las cosas más grasientas que tuviera a mano y luego el mal rollo, vomitar y quedarme tranquila... Aunque con una sombra en la cabeza, porque esta vez había empezado bien y no quería pegarme un atracón y he tirado un montón de comida buena por el retrete. Por esa sombra, a veces empezaba otra vez.
Ya hace un año que estoy en tratamiento y hoy he sentido la llamada del 'a la mierda'. El menú era una comida muy buena, con sopa de pescado y un trozo bueno de morcilla con pimientos. Pero me he comido media barra de pan en el proceso. Al volver a la oficina tenía deseos de comerme una pastelería entera y echar de paso la maldita barra de pan que me estaba agobiando en el estómago.
Bueno, está claro que mi vida ha cambiado. Hace un año no hubiera habido dudas sobre el desenlace de la comida de hoy. En realidad no hubiera salido con ella ni de casa. Sin embargo, hoy la mala conciencia de mi media barra de pan me ha durado un rato, he merendado una manzana y ahora simplemente intentaré quemar unas calorías haciendo algo de deporte antes de cenar. Mis ratitos felices con la comida, que los tengo, ya no me matan.
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