Suena el teléfono. ¿Diga? Buenas tardes, está el señor L.? ¿Es usted su esposa? Llamo de Endesa para Lo siento, no puedo atenderte ahora. ¿A qué hora le puedo llamar? No me llames.
Qué cruz. Son las 15.30 y me estaba echando una siestecita y ya me la han vuelto a fastidiar. Me quedo unos segundos parada acordándome de la desconocida familia de la teleoperadora desconocida que me ha sacado del limbo y me levanto y voy a la cocina a por un trozo de pan.
Hace menos de una hora que he comido. Un revuelto de verduras al wok y un trozo de queso fresco con anchoillas. Como todos los días, es mi voluntad, o mi consciencia, la que tiene que insistir que ya es suficiente, que ya he terminado de comer. Todavía mi cerebro no lo sabe automáticamente. Mi sensor automático de saciedad todavía está estropeado.
Pico un par de trozos antes de que mi yo consciente aparezca y diga ¡para! Me voy de la cocina y vuelvo y me vuelvo a marchar. Me siento unos segundos en el sofá para relajarme. ¡¡P. televentas!! Ya siento una necesidad imperiosa de seguir comiendo, abrir la nevera y darme un homenaje. Además es como si ya hubiera empezado, realmente no he comido casi nada pero la sensación es tanto de ganas de comer como de inevitabilidad, ya he empezado, ya he comido, ya estoy hasta un poco llena. Vacía y llena. Cómo explicarlo.
Me siento en la bici y me pongo a pedalear, hasta que se pasa el momento y puedo pensar en otra cosa. Prueba superada por hoy.